«La ciencia moderna nos está demostrando todos los días que es la inteligencia emocional, no el cociente intelectual (CI), ni la sola potencia cerebral, lo que sustenta muchas de las mejores decisiones, las organizaciones más dinámicas y rentables, y las vidas más satisfactorias y de éxito». Robert Cooper y Ayaman Sawaf (1998)
En las últimas décadas, la educación ha ido evolucionando hacia un nuevo e interesante paradigma. Gracias a los numerosos estudios que han ido surgiendo, actualmente se reconoce la enorme necesidad de introducir en la educación los aspectos emocionales y morales, que junto con el desarrollo cognitivo y la adquisición de conocimientos, interactúan permanentemente con el entorno. Se ha demostrado que el éxito de las personas no depende tanto de la capacidad intelectual, sino que la inteligencia emocional y social tienen un papel crucial.
El desarrollo emocional es el proceso por el cual el niño construye su identidad, forja su autoestima y la confianza en sí mismo y en el mundo que le rodea. Se forma desde el nacimiento, a través de las interacciones que se establecen con las personas más cercanas y los primeros años de vida se consideran esenciales en la futura formación de vínculos del niño.
Por lo tanto un buen desarrollo emocional permite distinguir las emociones, identificarlas, manejarlas, expresarlas y controlarlas, y es una condición esencial para el aprendizaje.
Lo que sienten los niños y niñas sobre sus experiencias de aprendizaje, debe ser igual de importante que lo que aprenden (Andrés, 2005). “Sentir” y “aprender” son conceptos que deberían ir de la mano a la hora de educar. Los aprendizajes vividos, esos que consiguen emocionar y despertar los sentimientos, son los que perduran en el tiempo.
En conclusión, la educación emocional es un complemento indispensable en el desarrollo cognitivo y una herramienta fundamental de prevención de problemas emocionales y promoción de la salud.